Por: Ramiro Pardo /// La pena de prisión ha sido considerada por muchos expertos del derecho penal, la criminología, y la sociología criminal como un mecanismo innecesario e inútil para combatir el delito. Más allá de generar una sensación de venganza oficial en contra del criminal, se trata de un mecanismo limitado que desentona con los derechos mismos de las víctimas.
Condenar a un individuo a 40 o más años de prisión, no sirve para revivir a nadie, ni para reparar nada. En sintonía con ello, los países con mejor calidad de vida, del estilo de Holanda, Suecia, Dinamarca, Finlandia y Noruega, han apostado incluso por cerrar varias de sus cárceles, ante la ausencia de población carcelaria, y la utilización de otras formas para prevenir el surgimiento del delito.
En efecto, el delito y el delincuente, antes que como anormalidad social, como desviación de la conducta, deben entenderse como hechos e individuos socialmente generados por la sociedad misma, bajo condiciones históricas y contextos socio-económicos determinados. Así, en sociedades democráticas, cohesionadas por el buen vivir, y la garantía de derechos, resulta excepcional el crimen; que fruto de la condición humana, a todo caso se hace presente.
En contraste con ello, en sociedades como la nuestra, la marginalidad, la falta de educación, la basura informativa, la exclusión, la ausencia de derechos y de sentidos de existencia, e incluso la ausencia de una cultura de paz, lleva a que la criminalidad se desborde hasta constituir un estado de anomia. Cámaras, policías, penas altas y cárceles son insuficientes para satisfacer la demanda de una sociedad segura y una vida armónica.
En países como Colombia, las prisiones, antes que mecanismos de reinserción, son escuelas del crimen, en donde la dignidad humana es reducida y anulada. De ahí que la justicia de nuestros tiempos, demande principios como verdad, reparación y no repetición, antes que venganza sin sentido.
Es por ello que lo acordado en La Habana, implica no sólo la implementación de un modelo de justicia excepcional para juzgar los delitos cometidos en el marco del conflicto, sino un verdadero salto revolucionario en materia de política criminal. La restricción de la libertad y la reparación con trabajo social, son más que suficientes para cumplir el postulado de la justicia y enmendar los errores eventualmente cometidos en medio de la guerra; en un marco de verdad y garantía de no repetición, siendo este el mejor camino para la paz y la reconciliación. De ahí que pensar en la reparación y en la verdad, es la mejor garantía para las víctimas, no sólo del conflicto, sino del sistema mismo.
Ahora bien, más allá del fin de la guerra, Colombia merece revisar su institucionalidad represiva, carcelaria y punitiva; pues a excepción de quienes son declarados inimputables por enfermedad mental clínicamente comprobada, cualquier delincuente merece la oportunidad de reintegrarse a la sociedad, siempre que se le brinden los mecanismos adecuados para ello. Quien delinque no lo hace por tener condigo el gen de la maldad, sino porque la sociedad misma lo eligió como delincuente tras una larga travesía de procesos sociales a los que ha sido sometido. Nadie nace delincuente, sino que la sociedad lo configura; por tanto, la sociedad misma puede redimirlo y redimirse a partir de un cambio estructural en materia de política criminal y seguridad ciudadana.
Aunque tan optimista análisis parezca sacado de un cuento de hadas, y pese a lo compleja de la realidad colombiana, es a esos postulados que los revolucionarios le apostamos, en nuestro amor por la vida, la humanidad y la libertad. Algún día en la nueva Colombia tendremos una sociedad en la que el delito sea una excepción, y sobren cárceles, policías, jueces y fiscales. Ello será cuando abunden educadores, artistas, cultores y comunicadores de paz; y se tengan garantizadas las mínimas condiciones materiales a todos los habitantes de este suelo. Como toda utopía, es algo posible, y por ello reafirmamos que hemos jurado vencer, y venceremos!